Barrio Comuneros 1. |
Sobre
la mesa y en las manos hay cajas de chicles, muchas, como recién salidas de
fábrica. Pero no, estas salieron hace mucho o quizás fueron las últimas que
esos hombres, hoy en las afueras de su planta exigen no perder su empleo,
hicieron.
Alexander
tiene 18 años, indocumentado. Tez morena, 1.70 de estatura, porta una gorra sin
emblemas. Las cajas de chicles en sus manos dicen dos cosas: que la vida le dio
una oportunidad luego de la violencia o que en realidad ve que su futuro solo
está en la venta de unas cajas de chicles.
Mauricio
ha vivido solo 10 años, es el menor de la mesa y de esa empresa, que según
cálculos del DANE, es la informalidad, el rebusque. Me dice con ese acento del
pacifico que no lo ha perdido a pesar del miedo, que todos viven en Comuneros
1, en una de las invasiones.
Luego
a quemarropa responde Deiby de 12. Que si, que viven en ese mismo barrio, en
esa misma invasión, pero que como cada sábado en la noche están acá en la
panadería, haciendo un pare, para seguir vendiendo chicles y poder regresar a
casa, a su rancho.
Mi
padre ya me había hablado de ellos. Había pedido que me rebuscara una decena de
cuadernos para regalarles a unos niños que no iban a estudiar por esa razón.
Supuse que los niños eran del sector. No fue así.
Roger
tiene aspecto de futbolista, en realidad todos lo tienen. La delgadez adecuada,
no producto de una rutina de ejercicios, sino una de hambre, de escases. Ha
celebrado la vida once veces, la última de ellas fue hace meses con sus
parceros en la Resbalosa, la discoteca que se reabrió sobre esa avenida
principal muy cerca donde quedaba antiguamente, la Colonia Nariñense. Solo vive
su Madre.
Vuelco
mi mirada sobre la avenida y veo el semáforo con su luz en verde. Pienso en la
hora, 10:50pm. Cuatro menores de edad vendiendo chicles en las discotecas,
estancos, bares y billares del oriente, de barrios populares, para levantarse
lo más mínimo y poder comer, comprarse un par de zapatillas, llevarle a su
madre o ahorrar.
Mauricio
dice que necesita los cuadernos para poder entrar a estudiar junto a sus socios,
pero en realidad es para regresar al colegio de Comuneros Gabriel García
Márquez sede Alfonso Bonilla Naar. Cuadernos, zapatos, morral, ánimo, esperanza
y sobre todo un trabajo, un bendito empleo, lo que sea que dé unos cuantos
pesos y no llevar la vida que se imagina: yendo al colegio con zapatos que le
dio su Mamá con 4 días de trabajo, llevando dieta de desayuno escolar y con las
notas por el suelo. Mauro no quiere eso. Mauro quiere seguir vendiendo sus
chicles y estudiar, pero que al menos sienta que es útil teniendo unos cuantos
billetes en sus bolsillos. Sí, es el menor de los 4.
En
los bolsillos de Alexander, se nota una gran cantidad de monedas. El destino
acerca a un hombre que en medio de sus tragos tira un billete de mil sobre las
cajas de chicles y ordena que le den dos. Que el cambio se lo dejen, pero que
ojalá no sea para vicio. En una reacción sorprendente Deiby, Mauro y Roger
miran a Alexander mientras este agarra el billete y con un gesto en su cabeza y
sus cejas, da a entender que le pasen los chicles al borracho. Dobla el dinero,
lo lleva a su bolsillo y los tres menores bajan su mirada de resignación. Vuelvo
la mirada al semáforo, al billar que este enseguida de la panadería, a los que
paran ante la luz roja en motos, en carros, con rumbo a la rumba.
Están
muy lejos de Comuneros. Con suerte, si las horas no avanzan mucho, podrán irse
en transporte público, de lo contrario esperar un pirata que los lleve en 10 minutos.
En realidad los veo caminando entre andenes, arboles, calles y la misma avenida
para llegar. Una hora de camino. Incluso mucho después, si en el regreso
continúan vendiendo sus chicles en los estancos, quioscos y cantinas que un
sábado en la noche están más vivos que nunca.
Roger
que solo lanzaba miradas en medio de la pena, pregunta por un par de zapatos
talla 32 o unos guayos. Que por favor le ayude, los necesita para el mes
siguiente porque este mes no pudo entrenar en la escuela de fútbol Haití. Yo
vivo en la invasión Haití, dice mientras mira a Alexander.
Corrían
ya las 11:00pm, debía regresar a casa. Agarré la bolsa de pan y solo atinaron a
decirme que no se me olvidara, que el próximo sábado nos veíamos en ese mismo
lugar. Salí al andén y mientras caminaba recordé cuando conocí Comuneros.
Trabajaba para la Administración Municipal en temas de Paz y Derechos Humanos.
Al sector llegaba una avanzada, ahí estaba yo.
Decenas
de policías se ubicaban en las esquinas, los niños y niñas en medio de la
expectativa preguntaban si venía el Presidente, el Alcalde o un Cantante. Las
mujeres hablaban entre ellas de lo que podía divisarse. No era posible ver a
hombres mayores o a jóvenes.
Me
aleje de la algarabía y del tumulto, de la policía y caminé al final de la
calle. A la derecha había una cancha de fútbol empolvada, una malla oxidada,
derrumbada, a pedazos. Ese no era el final de la calle. Mis compañeros me
advirtieron con gestos del peligro que era cruzar esa frontera. Me detuve ahí.
Llegaron
dos niñas y un niño. Llevaba puesto mi chaleco. Me hicieron las mismas
preguntas. Si era el Alcalde, el Presidente al que todos esperaban. Les
pregunté si había una biblioteca cerca. No. El niño con una sonrisa que buscaba
la verdad, me dice: ¿van a arreglar la cancha? ¿Van a hacer un cine? ¿Van a
hacer una piscina? Deben esperar al Alcalde que en poco llega, les dije.
Adentro,
metros y metros adentro de donde estaba, se encontraban las invasiones de
Comuneros Haití, Brisas, un mismo dolor, un mismo miedo. Ellos, los niños,
vivían allá. Pregunté por la violencia, por el peligro y regresaron a los
callejones por donde no volví a verlos.
El
desarrollo no llegó, al menos el Alcalde llevó sus soluciones o planes hasta
ese límite, hasta esa calle donde terminaba un barrio y empezaba un país. Uno
donde hay niños con sueños, con sonrisas por encima de todo mal. Pensé llegando
a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario