lunes, 31 de agosto de 2015

Sin pudor


Barrio Comuneros 1.
Están sentados en una de las mesas. Cuatro sillas. Quizás están descansando porque sobre la mesa no hay ese litro de gaseosa que anhelan un sábado a las 10:30 de la noche. La panadería está ubicada sobre una de las avenidas principales de la ciudad, una que la atraviesa por donde más le duele.

Sobre la mesa y en las manos hay cajas de chicles, muchas, como recién salidas de fábrica. Pero no, estas salieron hace mucho o quizás fueron las últimas que esos hombres, hoy en las afueras de su planta exigen no perder su empleo, hicieron.

Alexander tiene 18 años, indocumentado. Tez morena, 1.70 de estatura, porta una gorra sin emblemas. Las cajas de chicles en sus manos dicen dos cosas: que la vida le dio una oportunidad luego de la violencia o que en realidad ve que su futuro solo está en la venta de unas cajas de chicles.

Mauricio ha vivido solo 10 años, es el menor de la mesa y de esa empresa, que según cálculos del DANE, es la informalidad, el rebusque. Me dice con ese acento del pacifico que no lo ha perdido a pesar del miedo, que todos viven en Comuneros 1, en una de las invasiones.

Luego a quemarropa responde Deiby de 12. Que si, que viven en ese mismo barrio, en esa misma invasión, pero que como cada sábado en la noche están acá en la panadería, haciendo un pare, para seguir vendiendo chicles y poder regresar a casa, a su rancho.

Mi padre ya me había hablado de ellos. Había pedido que me rebuscara una decena de cuadernos para regalarles a unos niños que no iban a estudiar por esa razón. Supuse que los niños eran del sector. No fue así.

Roger tiene aspecto de futbolista, en realidad todos lo tienen. La delgadez adecuada, no producto de una rutina de ejercicios, sino una de hambre, de escases. Ha celebrado la vida once veces, la última de ellas fue hace meses con sus parceros en la Resbalosa, la discoteca que se reabrió sobre esa avenida principal muy cerca donde quedaba antiguamente, la Colonia Nariñense. Solo vive su Madre.


Vuelco mi mirada sobre la avenida y veo el semáforo con su luz en verde. Pienso en la hora, 10:50pm. Cuatro menores de edad vendiendo chicles en las discotecas, estancos, bares y billares del oriente, de barrios populares, para levantarse lo más mínimo y poder comer, comprarse un par de zapatillas, llevarle a su madre o ahorrar.

Mauricio dice que necesita los cuadernos para poder entrar a estudiar junto a sus socios, pero en realidad es para regresar al colegio de Comuneros Gabriel García Márquez sede Alfonso Bonilla Naar. Cuadernos, zapatos, morral, ánimo, esperanza y sobre todo un trabajo, un bendito empleo, lo que sea que dé unos cuantos pesos y no llevar la vida que se imagina: yendo al colegio con zapatos que le dio su Mamá con 4 días de trabajo, llevando dieta de desayuno escolar y con las notas por el suelo. Mauro no quiere eso. Mauro quiere seguir vendiendo sus chicles y estudiar, pero que al menos sienta que es útil teniendo unos cuantos billetes en sus bolsillos. Sí, es el menor de los 4.

En los bolsillos de Alexander, se nota una gran cantidad de monedas. El destino acerca a un hombre que en medio de sus tragos tira un billete de mil sobre las cajas de chicles y ordena que le den dos. Que el cambio se lo dejen, pero que ojalá no sea para vicio. En una reacción sorprendente Deiby, Mauro y Roger miran a Alexander mientras este agarra el billete y con un gesto en su cabeza y sus cejas, da a entender que le pasen los chicles al borracho. Dobla el dinero, lo lleva a su bolsillo y los tres menores bajan su mirada de resignación. Vuelvo la mirada al semáforo, al billar que este enseguida de la panadería, a los que paran ante la luz roja en motos, en carros, con rumbo a la rumba.

Están muy lejos de Comuneros. Con suerte, si las horas no avanzan mucho, podrán irse en transporte público, de lo contrario esperar un pirata que los lleve en 10 minutos. En realidad los veo caminando entre andenes, arboles, calles y la misma avenida para llegar. Una hora de camino. Incluso mucho después, si en el regreso continúan vendiendo sus chicles en los estancos, quioscos y cantinas que un sábado en la noche están más vivos que nunca.

Roger que solo lanzaba miradas en medio de la pena, pregunta por un par de zapatos talla 32 o unos guayos. Que por favor le ayude, los necesita para el mes siguiente porque este mes no pudo entrenar en la escuela de fútbol Haití. Yo vivo en la invasión Haití, dice mientras mira a Alexander.

Corrían ya las 11:00pm, debía regresar a casa. Agarré la bolsa de pan y solo atinaron a decirme que no se me olvidara, que el próximo sábado nos veíamos en ese mismo lugar. Salí al andén y mientras caminaba recordé cuando conocí Comuneros. Trabajaba para la Administración Municipal en temas de Paz y Derechos Humanos. Al sector llegaba una avanzada, ahí estaba yo.

Decenas de policías se ubicaban en las esquinas, los niños y niñas en medio de la expectativa preguntaban si venía el Presidente, el Alcalde o un Cantante. Las mujeres hablaban entre ellas de lo que podía divisarse. No era posible ver a hombres mayores o a jóvenes.

Me aleje de la algarabía y del tumulto, de la policía y caminé al final de la calle. A la derecha había una cancha de fútbol empolvada, una malla oxidada, derrumbada, a pedazos. Ese no era el final de la calle. Mis compañeros me advirtieron con gestos del peligro que era cruzar esa frontera. Me detuve ahí.

Llegaron dos niñas y un niño. Llevaba puesto mi chaleco. Me hicieron las mismas preguntas. Si era el Alcalde, el Presidente al que todos esperaban. Les pregunté si había una biblioteca cerca. No. El niño con una sonrisa que buscaba la verdad, me dice: ¿van a arreglar la cancha? ¿Van a hacer un cine? ¿Van a hacer una piscina? Deben esperar al Alcalde que en poco llega, les dije.

Adentro, metros y metros adentro de donde estaba, se encontraban las invasiones de Comuneros Haití, Brisas, un mismo dolor, un mismo miedo. Ellos, los niños, vivían allá. Pregunté por la violencia, por el peligro y regresaron a los callejones por donde no volví a verlos.

El desarrollo no llegó, al menos el Alcalde llevó sus soluciones o planes hasta ese límite, hasta esa calle donde terminaba un barrio y empezaba un país. Uno donde hay niños con sueños, con sonrisas por encima de todo mal. Pensé llegando a casa.

A esta hora, 2:09am, Alexander, Roger, Mauro y Deiby deben estar llegando a sus ranchos. Esperanzados y resignados. 

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