Y yo lo leo y lo leo. 28 líneas de word. Lo leo entre sus puntos seguidos, perfecto camino de migas de pan para los pájaros de la curiosidad. Lo leo entre el vértigo de sus comas arrebatadas, una, dos, tres, nueve seguidas, pegadas, hermanas, mellizas incestuosas que provocan y jalan, pausas sudorosas entre el desenfreno de la carrera que él va contando como si todo hubiera sido tan sencillo, como si lo fuera ahora mismo, como si en 28 líneas cupiera todo.
Diez años en 28 líneas. Diez años yendo en contravía de la vida misma que en Petecuy es tan diferente. El otro lado. Petecuy queda al otro lado, en la ciudad invisible, lugar de gente hermosa que otra gente menos hermosa insiste en no ver. Diez años en contravía de la ceguera, pues, haciendo resistencia a las balas que sí ven. Diez años en las esquinas, con libros como escudos. Y lápices y hojas y cuadernos y libretas como herramientas. No armas. Herramientas. De eso hablan las 28 líneas. La construcción de un milagro. Y yo lo leo y lo leo.
Gustavo Andrés Gutiérrez es escritor. También constructor del milagro. Este fin de semana organizó en Petecuy ‘El Festivalito’, una reunión con periodistas y escritores que fueron a contarle a la gente del poder de las historias. Otro milagro. Uno que él sueña llegue un día a Cartagena, al gran ‘Hay Festival’, donde los niños que leen y escriben a su lado, vayan a hablar de su experiencia. Pero no resumida en 28 líneas. Las que hay a continuación, salidas del pálpito tibio de las manos de Gustavo, son solo un regalo que en nombre de todos los que todavía no lo conocen -como yo-, le pedí para tratar de remediar el desencuentro:
“En Petecuy la realidad para algunos niños ha sido distinta. Algunos conocieron primero a un escritor que a un sicario, a un capo o a un pandillero. Para otros el cuento ha sido al revés. Primero le han estrechado las manos a un asesino en vez de tener la oportunidad que alguien coloque sobre sus pequeñas manos el lomo de un libro. Peor aún, sus conciencias puras han sido manchadas primero por historias de violencia que cuentan sangre y plomo, en vez de haber sido alimentadas con lecturas de El Principito o La Odisea.
Esa realidad es la que está cambiando Biblioghetto, llevando libros y lecturas a barrios habitados por un miedo ambiente, extendiendo la palabra escrita a parques, esquinas, invasiones, “ollas”, sectores donde la palabra Biblioteca o Lector son desconocidas, enseñando el poder de las páginas, la literatura y la imaginación a una infancia que no tiene esto como derechos constitucionales.
Y, ¿cómo es que se ha hecho esto? Con voluntad, fuerza, resistencia y entendimiento. Alquilando, pidiendo, prestando, comprando, fotocopiado, rescatando libros, cruzando fronteras invisibles, huyendo de las balas, llorando con los niños, pasando páginas difíciles, sonriendo, soñando, escribiendo líneas como estas.
Ha transcurrido una década desde el primer taller de lectura en la invasión Cinta Larga. “Van a mitad de camino si quieren transformar la sociedad desde los niños”, fue la sentencia de un gran hombre de negocios. Estamos preparados, ha llegado el momento de pasar la hoja y convertir los niños y niñas en escritores, ya son lectores por lo menos, en estos 10 años donde se han perdido las vidas de miles de menores que deberían de estar engrosando las cifras de maestros, arquitectos, gerentes, dibujantes, líderes, bailadores, futbolistas, escritores y no ser meras inscripciones en las lápidas de los cementerios.
La reflexión que hacemos desde Biblioghetto, deberían de hacerla los hombres de poder de mi ciudad, de mi país. Pero no. Sucede que Cali no tiene Feria del Libro, ni política pública de lectura, ni una sola librería en el Distrito de Aguablanca, ni grandes escritores que le den vida literaria, que escriban sus calles, su rumba, este hervidero que es Cali. Nosotros vamos sumando lectores a la vida porque los libros y las lecturas ayudan a una ciudad a luchar con las palabras antes que con las armas”.
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