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viernes, 20 de abril de 2018

Villa


El portón azul rey de aproximadamente tres metros de altura se abre cada media hora. Nueve de la mañana. Ingresan vehículos particulares, ambulancias, camionetas, furgones del INPEC, motocicletas. Afuera tres jóvenes esperan esposados tratando de sostener bolsas transparentes que contienen ropa, zapatillas, crema dental y un pan empacado en bolsa de papel. Ahí mismo en esa maraña de dedos forzados sostiene cada uno la cédula, menos Rodrigo quién tiene su pasaporte. Cada uno es acompañado por un policía impaciente con documentos en sus manos. Detrás de ellos, a manera de fila para ingresar a la cárcel hay otros jóvenes más. Paúl, quien trata de calmar a su mamá dolida en llanto, Jorge un corpulento hombre que lo acompaña su esposa en estado de embarazo. Seis personas más atrás termina la fila.


Paúl le pide a su mamá que saque la comida que le empacó y la gaseosa:
  • Cucha, saque eso de la maleta, sáquelo. Saque la cuchara y vaya dándome que allá no se puede entrar comida, menos esa gaseosa. Y tranquila cuchita que no es mi primera vez. Yo me sé el maní. Yo soy de Villa. -dijo Paúl con un beso en la cabeza a su mamá-.
Jorge se nota tranquilo. Aunque todos alrededor lamentan verlo en esa situación: esposado, sonriente, 165 kilos, su pareja en embarazo, las zapatillas sueltas. 
  • Solo es un mes acá en Villa mi amor, solo un mes. -dice, tratando de calmar a su mujer acariciándole los seis meses de embarazo-.
El portón se divide en dos y un guardia aparece tratando de ver el panorama. El sol de las 9:00 am no le permite. Se devuelve y cierra el portón. Abre una pequeña ventanita y desde allí exclama:
  • Internos nuevos me hacen una filita y los patrulleros me pasan las ordenes firmadas por el fiscal, de lo contrario se devuelven.
Todas las ordenes estaban firmadas, los nuevos internos ingresan y afuera las mujeres lloran, tejen bendiciones y resignadas ven como Villa se traga a sus hijos.

Ya son las 10:12 am y no sé nada de mi ingreso. Estoy pegado al portón y justo detrás de mí hay de nuevo una fila de siete nuevos internos. Desde las 8:00 am entregué mi boleta de ingreso que me dieron en las cabinas de acceso. Pregunto de nuevo y el guardia me responde a través de una rendija que apenas van a ubicar a la persona encargada de ingreso a particulares. 

Sudo. Ya a esta hora calienta a 28°C que pegan de frente al portón. Pasan treinta minutos y se abre, debo pasar a requisa. Veo 6 guardias, una hilera de sillas rimax azules, un perro antinarcoticos y la actitud déspota de un guardia que toma las huellas dactilares en las afueras de una habitación pequeña acondicionada como oficina. Adentro, a través del vidrio noto un tablero viejo colgando de la pared interna con números relacionados con los patios. 

En ese mismo momento, recuerdo las noticias, los informes que dan testimonio del hacinamiento que tiene esta cárcel. Desde una silla azul, esperando que el perro me olfatee, me doy cuenta del monstruo que me espera en unos minutos. En ese tablerito los guardianes del INPEC tienen las cuentas de la cantidad de internos que alberga la cárcel. Mierda -dije-. Trataba de buscar en el ambiente un bullicio, una algarabía o un rezongar, pero lo que se escuchaba eran las carcajadas de los guardias, sus voces de mando y los pájaros que vivían en los árboles que rodean la cárcel. No hallé manera de justificarme en el ambiente la cantidad de personas que estaban ahí, a metros. Ni bullicio, ni algarabía, nada. 

El canino olfatea rápidamente y los guardias piden que pase a dejar mis huellas en el libro de registro de visitantes. Y mientras una voz golpeada ordenaba abrir mi mano derecha, clavé mi mirada en el viejo tablero y analicé los datos. 

Brutal. Esta cárcel está distribuida en once patios, pero no hay un patio once. Según esos cálculos, Villa aquella mañana guardaba la siguiente población:



Quizás, tres (3) internos habían cumplido su pena u obtuvieron otro beneficio. Veintitrés (23) habían ingresado el día anterior. Trece (13) estaban hospitalizados en tres clínicas de la ciudad. Diez (10) se encontraban enfermos dentro del penal y uno (1) había fallecido. Adentro seis mil quinientos cincuenta y ocho (6558) departían en cada uno de los patios.

En mi antebrazo colocaron el sello del INPEC. La persona encargada de la visita a los particulares se acercó y pidió que lo acompañara. Un apretón de manos. Al lado izquierdo una amplia zona verde poblada con árboles de mango separaban el complejo carcelario de la entrada y salida del penal. Enfrente una gran edificación con las oficinas administrativas esconde las paredes internas del penal.


El funcionario entra a una de las oficinas. Mientras espero, veo a escasos metros siete sujetos sentados sobre una baranda metálica. Frente a ellos un grupo de señoras con la biblia en mano comparten diálogo. Son las hermanas dedicadas a evangelizar todo hombre que entra o sale de Villa. En este caso hacían lo propio con el grupo de hombres cuyas edades podían calcularse entre 28 y 50 años.
  • Recuerden que acá dejaron y fueron perdonados sus pecados. Afuera hay una sociedad de amigos, vecinos, familiares esperando que ustedes sean bastiones de la Palabra de Dios. No vayan a meter la pata otra vez... -Escucho-.
El funcionario sale de la oficina con varios documentos en mano y una cámara fotográfica colgada al cuello. Caminamos y llegamos a la que sería el primer filtro para el ingreso. Se hace el trámite, se dejan huellas, firmas, requisa. En este filtro hay tres guardias que permiten el ingreso. Una puerta de gran calibre está frente a nosotros. Del otro lado la golpean en clave. Sobre la pared derecha en letras grandes y blancas  reza: "Aquí entra el hombre y no el delito". Este lugar es clave para quien abandona o ingresa a Villa. Quien sale, es el último contacto con ese infierno, quien ingresa, es su primer paso al olvido y decadencia. 

La puerta se abre y del otro lado no se ve más que otros guardias y otra puerta de idénticas condiciones cerrada. Caminamos y sobre la izquierda un escritorio con los mismos elementos de oficina de la anterior es ocupada por un guardia más amable y ágil. Se entregan los permisos de nuevo, se firma y al lado derecho puede verse un pasillo. Sobre él, una fila de estudiantes con los ojos vendados intercambian sonrisas y temores. Son pelaos que vienen de diferentes colegios a una terapia del miedo para que tengan en su mente cómo es de aterrador este lugar. Se preparan mientras el guía les dice que si sienten agua, son orines de los internos que a su paso por las celdas son arrojados en sinónimo de desaseo y podredumbre.

              

Continuo mi camino guiado ahora por un guardia del INPEC. Tres pasos adelante nos pegamos a la puerta, sostiene el cerrojo y con fuerza lo jala. Un estruendo avisa que la puerta se abre. Ahí, dos pasos más estaba, el Patio Central, un pasillo de más de 80 metros de largo por el que desfila todo, absolutamente todo. 

Ahora sí podía detectar el gentío, la algarabía. Los guardias se habían cuadruplicado. Pegados a los costados, en cada entrada a los patios habían escritorios. A lado izquierdo estaba el Patio 1. A la derecha el Patio 2, luego a la izquierda de nuevo el Patio 1A y así sucesivamente hasta llegar al Patio 10. Se podía notar en los rostros, en los atuendos, en las cicatrices el costo de la delincuencia. Hombres que a través de las rejas pagaban delitos.

Por un largo momento había olvidado el objetivo de mi visita. Aprieto mis manos y ahí están, unas cuantas hojas en blanco acompañadas de lapices. Me acerco al Patio 2 y presento el permiso respectivo. El guardia abre uno de esos cuadernos gigantes de pasta azul y firmo nuevamente. 
  • Listo! -dice, mientras suelta dos candados de la reja, corre el cerrojo y con su mano derecha hace un gesto de seguir, de entrar a una de las recamaras del infierno urbano-.
Di dos pasos tratando de ubicarme y ya tenía seis hombres al rededor con miradas extrañas. La puerta se cerró y desde ahí una voz apurada exclamó:
  • Ya le llamo la Pluma parcero.

Ahora si podía entender la magnitud del hacinamiento. El Patio 2 es el de mayor cantidad de internos. 1158 hombres sindicados de microtráfico, hurto agravado, extorsión. Todos provenientes del Distrito de Aguablanca y sectores de la ciudad con igual condiciones. 

Entre el tumulto aparecieron dos hombres con camisetas azul turquesa. Apretaron las manos, dieron la bienvenida y me dirigieron a un pequeño recinto donde se encontraba una estantería metálica pintada entre el gris y el óxido, con montones de libros, otros en cajas sobre el suelo, papelería desorganizada y una mesa acompañada de cuatro sillas rimax. Tomo asiento y trato de no dejarme abrumar por toda la información que tengo alrededor. Dejo sobre la mesa las hojas en blanco y los lapices. Uno de los pelaos toma asiento. Sonríe. Agarra una hoja y empieza a dibujar. Trato de leer las letras en el frente de su camisa.


Biblioterapia EPMSC CALI (Establecimiento Penitenciario de Mediana Seguridad Carcelario de Cali). Y pensé en el libro y la lectura como terapia de sanación, de entendimiento del mundo, de liberación. Me encontraba en la Biblioteca más pequeña de la ciudad, pero la más potente. Villa alberga cerca de siete pequeños refugios de Biblioterapia, que no eran otra cosa más que la mejor manera de ocupar la mente.

Llegaron los otros chicos y tomaron asiento. La reunión tomó cerca de treinta minutos. 

Salí del recinto dispuesto a hacer un recorrido por el Patio. 


Había reconocido a varios personajes del bajo mundo, a otros que extrañaba por los barrios del Distrito. Uno de ellos se acercó y sorprendido me dijo:
  • Uy mompa, ¿qué andás haciendo por acá? 
  • Camellando hermano, camellando. -Respondí con una pequeña sonrisa-.
  • Arriba está mi cuñado... Yo sé que la va a dar alegría verlo acá. Esperáte lo bajo.
Con prisa subió las gradas, mientras abría paso entre los demás. Este personaje era un pequeño delincuente de barrio que estaba al servicio de su cuñado. Su cuñado, vecino mio, era padre de familia, trabajador, que había dedicado los dos últimos años a armar un grupo de amigos para defender la distribución de droga en un sector. Años atrás habíamos compartido los años de bachillerato en el mismo colegio. Una noche, la SIJIN y la Policía se tomaron el barrio en un operativo sin precedentes que buscaba atacar todos las ollas del microtráfico. Cayeron a su casa y le encontraron un par de armas y drogas, igual a quienes tenía a su servicio.


El hombre bajó y cuando estuvo frente a mi, con sus ojos recién levantados y sorprendidos, exclamó:
  • Uy hermanito, ¿qué hacés por acá? Qué bueno verlo. 
Se le notaba en shock. Ya no era el joven agresivo que disparaba desde la esquina de mi casa, ni el parrandero del equipo de sonido a reventar a las once de la mañana. Podía notarse un ser humano apenado, agredido moralmente. El abrazo fue fuerte y poco demorado. 
  • Trabajando. Y vos, ¿cómo vas acá?
No alcanzaba a entender el gesto que estaba armando en su rostro. Los ojos lagrimaron y en una vos quebrada y casi infantil respondió:
  • Esto acá es un infierno parcero. Es muy difícil, es duro, esto no se lo deseo a nadie. Muy duro este infierno. Pararse acá no es fácil, eso vale plata. Extraño a mis hijas, no las veo desde hace rato, mi familia y el barrio. 
No me esperaba una respuesta tan sincera. Pero el encierro le estaba atravesando la vida y eso lo estaba matando. Cuando habló de sus hijas, le comenté qué estaba haciendo ahí en el patio, le extendí una hoja y un lápiz. Le propuse lo siguiente:
  • Ánimo. Mirá escribirle una carta a tus hijas que yo se las entrego. Fuerza.
  • Pero ahí si me tenés que ayudar vos, porque yo no se escribir.
No podía creerlo, el bandido, el sicario que tantas balas disparó, no podía escribirle una carta a sus hijas. Se tomó la vida para hacer daño, herir, pero no se preparó para servir, para amar. Alguien le ayudó a redactarla.


Seguí en el patio entregando hojas en blanco, explicando el ejercicio. Pasé a los siguientes patios haciendo lo mismo, esperando cartas, mensajes de poder, transformadores para los niños allá afuera. Estaba siendo bien atendido, a las mesas llegaban botellas de gaseosa, agua con gas, cigarrillos.

En el Patio 4 entré con cierto pánico, pues el funcionario que acompañaba el recorrido me manifestó que ese era el recinto de los guerrilleros, de los sindicados de rebelión, explosivistas, extorsionistas, jóvenes afro en su mayoría que fueron capturados por portar granadas, fusiles, jóvenes que fueron en su momentos reclutados por los brazos armados de las milicias urbanas de la guerrilla para conformar bandas por el control del territorio.

A la salida, caminé varios pasos por el Patio Central, que es el pasillo por donde todo pasa, cuando de repente una figura alta, delgada con una voz metálica se acerca y sonríe. Es un viejo amigo del barrio, apodado "Sicosis". Ahí estaba, sonriendo con documentos bajo el brazo.

  • Papi, disfrutando la vida, me dieron treinta años por esa vaina y acá estoy, de Pluma del Patio Central. Vos sabés... Yo no me quedo quieto.
  • Y, ¿qué hacés acá afuera, en que patio te tienen?
  • Jajaja, patio 1A, lo mejor, pero soy el Pluma del Central, vea papi.
Y se bajó un par de centímetros la pantaloneta. Un fajo, no un rollito, un rollo de billetes con el que demostraba que era un duro dentro de la cárcel. Y entonces lo recordé con lentes, recién arreglado, con camisa de botones, manga larga, como acostumbraba a estar los fines de semana. La violencia y el vicio no fueron los mejores conductores de su vida. Al final quedó un apretón de manos.

Seguí mi camino, visité los patios restantes y cuando entraba en el patio 10, que era totalmente diferente y donde estaban los condenados por desfalcos, por fraudes en las empresas públicas, abogados, cajeros, gente normal con sus profesiones que habían decidido torcerse y robar, falsificar, delinquir, el funcionario que me acompañaba se acercó a la biblioteca del patio 10 y me dijo que era momento de salir. Miré la biblioteca que tenían. Diferente, organizada, tranquila, aunque en medio de barras y paredes, pero con bastantes libros.


Aún en los momentos más aciagos la vida tiene esperanza, esperanza de ser contada, retratada o custodiada.

lunes, 16 de enero de 2017

Padres que drogan.

Hace poco más de dos meses me embarqué en un viaje por las entrañas, esquinas, calles y recovecos de mi ciudad. Terminando el año, en esos cuadres que uno hace de lo que trajo y se llevó ese nuevo ciclo, recordé la historia de dos amigos, con destinos diferentes pero cuyos papás habían desencadenado en ellos el inicio desmesurado en las drogas, CONSCIENTE e INCONSCIENTEMENTE.

En paz por sus destinos y en justicia por los actos de sus viejos, este par de crónicas rápidas:

MI PAPÁ ME ENSEÑÓ A DROGARME INCONSCIENTEMENTE
Recuerdo muy bien que era un 24 de diciembre. Salí de trabajar con mi papá con destino a un centro comercial del sur a comprar la ropa para aquella noche. Luego, camino a casa se detuvo en unos quioscos que eran tomaderos y estaban a una distancia de cinco cuadras de la casa. Entretanto le dije que iría a cambiarme de ropa. Hasta ahí yo un pelao de 10 años que había aprendido a tomar cerveza y aguardiente en cunchos que mi papá dejaba en las botellas cuando ya la borrachera lo mandaba al suelo y lo vencía.

En casa tenía un vaso pequeño y especial para servir el trago. Cuando llegaba y las fuerzas solo le daban para llegar hasta dos pasos dentro de la casa y caía, yo me dedicaba a buscar esa copita y a echar los cunchos ahí y subir a la terraza de la casa, ya sea solo o con mis amigos de infancia. Cada ocho días no faltaba la tomada.

Llegué a casa, tomé un baño y me coloqué la ropa a estrenar. Fui a la habitación de mi papá a buscar un perfume. Abrí su armario y ahí estaba. Junto a ella había una caja que guardaba unas gafas que me llamaron mucho la atención. Ahí debajo de las gafas, justo ahí, había una bolsita con un polvo blanco. Primera vez que veía una cosa de esas en mi casa y en mi vida. La guardé en mi pantalón y salí a la calle en busca de mis amigos.

El primero con el que me topé fue Rubén. Chocamos las manos e inmediatamente le pregunté:

·         Parcero, ¿vos sabés qué es esto? -le enseñé ese polvito blanco en la palma de mi mano-.
·         Un bolso. Eso es perico. ¿Te vas a drogar?
·         No nada como se le ocurre. Y, ¿cómo se meten eso ve?
·         Fácil, cogés un pitillo o la punta de una llave y te llevás una esquirla de eso a la nariz e inhalás fuerte. Y te dejás llevar…

Yo lo miré pensativo mientras me imaginaba la escena. Lo guardé y seguimos caminando hablando de mujeres y de los otros panas. Al otro día sentía mucha curiosidad por hacerlo, por intentar drogarme. Ese mismo día mi papá me preguntó si no había cogido un polvito que era para un remedio que le había recetado para dejar el trago. Tanto mi hermana como yo, negamos haber visto algo. Pero mi hermana sabía de la existencia de esas bolsitas, a sus 15 años era la que me ajustaba por el camino del bien, aunque el desvío fuera por otro lado.

También tengo que contarles que el vicio por el cigarrillo también mi papá, inconscientemente, me lo enseñó, y es que en esas borracheras de cada ocho días las cajetillas de cigarrillo quedaban por ahí abandonadas, huérfanas y mi curiosidad llevó un día a subir a la terraza con Rubén y mostrarle una de las cajetillas y preguntarle cómo era que se fumaba. Aún ahí tenía en mi bolsillo el bolso de perico de mi papá.
·         Absorba el humo, llévelo a los pulmones, déjelo ahí unos segundos y bótelo, eso es fumar -así lo hice tosiendo como primíparo-.

Tres días después no aguanté la tentación de meter perico. Fui y me encerré en el bañó y con el celular busqué en youtube un tutorial de cómo hacerlo. Fue el inicio de una adicción que hoy me tiene atado a un trastorno de ansiedad y pánico que logro tratar.

Los días posteriores pedí ayuda a mis amigos para conseguir más bolsos de perico. Les regalaba mil o quinientos pesos por ir hasta la olla y comprarme cuatro, diez o hasta 20 bolsos de perico. Subíamos a la terraza a trabarnos con las puntas de una llave. En muchas ocasiones mi hermana, preocupada, nos pillaba y teníamos que saltar tapias y techos para huir de ella. El día que me agarró me dio una pela que no he olvidado.

Al quinto día poco era el dinero que tenía y no estaba para darles a mis amigos así que yo mismo iba hasta la olla y compraba el perico. En la olla conocí a Paolo y Mario, con quienes formé el parche de la orilla. Nos ponchábamos sobre la orilla del caño las mañanas, las tardes, las noches, las madrugadas de todos los días. Varios rumores ya habían llegado a oídos de mi mamá y mi papá por parte de vecinos y conocidos que sabían que yo era Sebastián Rivera Velez hijo de un presentador de eventos y una trabajadora social al servicio del Estado.

Cuando mi papá se enteró, me frenó al levantarme de la cama y me dijo:

·         Sebastián, las drogas no conducen a nada bueno. La gente está diciendo que lo han visto metiendo vicio, su mamá también está muy preocupada. Póngale juicio a su vida usted es un niño.
Ahí mi papá ya no consumía debido a una amenaza de infarto, que lo hizo terminar esa relación suicida de la droga y él. Pero ya no me importaba nada de eso. Con mi papá había aprendido a tomar trago, a fumar cigarrillo, a meter perico desde los diez años. Ya con las amistades malditas y mis visitas sin medida a las ollas seguí por conocer la marihuana que me daba fuerza y ansias. Le dimos la entrada a nuestras vidas a las pepas, al rivotril, a la clanocepan, al éxtasis que nos acompañaban en las rumbas y en las celebraciones de cualquier cosa. Eran los tableros y tableros que consumíamos que nos colocaban a explotar, a robar cualquier cosa para comprar más.

Los comportamientos en casa ya llamaban exageradamente la atención. Ojos hundidos, rojos, alteraciones del carácter, problemas, amenazas de muerte, todo eso motivaron a mi mamá a internarme de inmediato en Armenia en un centro de rehabilitación rural donde me iban a desintoxicar.


Me escapé al segundo día. Llegué directo al parche de amigos y pegamos para el centro dizque a conocer la heroína. Ya habíamos comprado la jeringa de insulina en una farmacia de barrio. Así frenteros entramos a la farmacia y pedimos tres jeringas. Las miradas fueron de sorpresa. Nos inyectamos allá en una calle del centro, plena doce con doce. Y ahí quedamos el primer viaje. Estáticos, etéreos, vivíamos la vida en pause. Ya llevaba cinco años siendo drogadicto, éramos drogadictos. Vivía prácticamente en la calle. A mis padres les faltó fuerza para atajarme, para despertar de esa vida de discordia y violencia que llevaban y que me puso muy por debajo de sus prioridades. Era una guerra cazada, no había paz.

Para nosotros toda droga nueva o sin probar era un reto. Una madrugada, dos de la mañana, llegó Paolo con la idea de comprar un tarro de sacol y mezclarlo con frutiño. Entre todos recogimos mil pesos y se compró. La mezcla fue brutal. A esa hora y ahí sobre la orilla del caño, aún recuerdo que de la traba tan verraca que nos produjo eso yo veía sobre el agua negra del canal que venía una tractomula a levantarme y gritaba fuera de control y les advertía a mis amigos que cuidado. Ellos gritaron en medio también de la traba y salieron corriendo y gritando. La mula pasó pitando, se los juro.

Ese era el menú que mis venas y mis neuronas conocieron en casi ocho años de adicción. Todo, quizás, por culpa de un bolso de perico dejado bajo el estuche de unas gafas y a la mano de la curiosidad de un niño que a los 10 años veía a su papá vencido en el suelo con botellas, cigarrillos y una inconsciencia letal.

Hoy, dos años después de mi peor crisis, reconozco que un 50% la culpa fue de mi padre y el otro de mi curiosidad y mis amigos. Un trastorno de ansiedad y pánico es el resultado de tanto y tanto drogarme. Siento con relativa pausa en los días ataques breves de miedo intenso junto con temblores, mareos, confusión, agitación, desvanecimiento, náuseas y mucha dificultad para respirar. 

Mi papá buscó un nuevo horizonte en el socialismo, pregunta por mí, me tira llamadas en whatsapp, mensajes en Facebook y uno que otro giro con unos pesos que ayudan a sacar la novia o comprar más ropa. Mi madre es quien lucha con mis ataques de ansiedad. Ella la heroína tardía. Ella la que a pesar de errores y aciertos me ha abierto alcahuetamente la puerta que vemos ahí desde esta calle.

·         Ve, ¿si el corazón a uno por ratos le deja de latir hay que salir para la clínica urgente, cierto? Estoy como pálido, ¿te parece? Me va a dar algo ¿oís? -un ataque de ansiedad-.


MI PAPÁ ME ENSEÑÓ A DROGARME CONSCIENTEMENTE
La casa siempre fue de esas de barrio, sin repellar, se podían contar la cantidad de ladrillos que la sostenían. El baño quedaba junto a la sala y el techo era de tejas de barro ajustadas con cañabrava. Hasta donde el perico me deja recordar, somos tres hermanos. Soy el menor. Mi papá desde los 18 años fue un soldador y cerrajero que aprendió este oficio luego de graduarse del bachiller con énfasis en metalistería. Y empezó a circundar los talleres, las cerrajerías como ayudante y luego fue aprendiendo ese oficio hasta que pudo y montó su propio negocio.  

A los 10 años mi papá me abrió las puertas de su taller y aprendí a manejar el soldador, la dobladora, la prensa, el torno y hasta soldar sin la necesidad de la careta. Recuerdo muy bien la primera vez que le pidió a uno de sus empleados que fuera por seis cervezas. Me sentó frente a él y con ese ímpetu de tener un estatus social y económico sin tener que trabajarle a nadie, ni dejarse humillar como empleado (era su argumento favorito), me dijo que conociera la cerveza, que el trago me daba fuerza y que todo cerrajero debía aferrarse al licor para ser fuerte y macho. Yo accedí, eran las palabras de mi héroe, de mi padre. Cuando cumplí los 11 años diario tomaba cerveza, no iba al gimnasio, pero tenía un cuerpo atlético y musculoso. Mi voz era más gutural y era repana de los empleados de mi papá.

Me sentía más hombre por el trago. Y no era solo cerveza, era también aguardiente, ron, chirrinchi, whisky, de todo. Diariamente mi papá estaba lleno de trabajo y notaba que entraba a su oficina con tres de sus empleados y me dejaba encargado del negocio junto con Manuel, un mancito sano que no tomaba, ni rumbeaba, ni fumaba. Yo tenía la idea que eran reuniones privadas donde hablaban de dinero, de negocios, de diseños, hasta ese sábado en que mi papá dijo:

·         Venga mijo… Venga que lo he notado cansado, triste, como aburrido. Venga y calmamos eso.

Y la puerta se abrió, fui el primero en entrar. Había una mesa de reuniones con un vidrio calibre 20 o el más grueso posible. En el centro cervezas, más cervezas y aguardiente y más aguardiente, una caja con cachos de marihuana y pequeñas líneas de lo que era perico en cada uno de los puestos. Todos entraron sonriendo, frotándose las manos, afuera Manuel coordinaba todo en medio de miradas extrañas.

Yo también sentí alegría y emoción. Pero estaba preocupado con las líneas de perico sobre la mesa. Jamás había probado otra cosa diferente al licor. Mi papá me sentó junto a él y con un desparpajo que me transmitió confianza agarró su cédula, organizó la pequeña línea de ese polvito y con un minipitillo fue succionando con su nariz.

·         Hágale bobo hijueputa. Aprenda mijo que la vida hay que gozársela.

Le hizo señas a uno de sus empleados y se paró junto a mí a explicarme. Yo no sentía miedo, era mi padre quien me estaba enseñando a drogarme con perico, junto a sus amigos, con el dinero que se había jodido muchos años de su vida. Pensé que era merecido recibir esas enseñanzas de él. Para eso precisamente había trabajado tan duro desde pequeño, para gozarse la vida.

Cuando me metí el primer pase todos aplaudieron y se acercaron a darme palmadas en la espalda, abrazos y copas de ron y aguardiente. Ya se sentía el olor a marihuana. Éramos seis los que estábamos ahí dentro en ese desenfreno de licor y drogas. Yo era el niño de 11 años, sentía tanta fuerza, tanta vitalidad que le ordené a mi papá que colocaran una de Darío Gomez o una de Pipe Bueno, estaba excitado en medio de tantos hombres. Mi Papá andaba en otro cuento diferente a entender que ahí en esa sala estaba su hijo.

No pasaron quince minutos y tocaron la puerta de la oficina. Mi papá me miró y me dijo que ahora si iba a saber que es ser un macho. Abrieron la puerta y entraron tres mujeres entaconadas, oliendo rico y con senos protuberantes mostrándose por los escotes de sus blusas. Puse cara de sorpresa y una sonrisa diabólica se apoderó de mí. Estaba drogado.

La mayor de ellas se desentaconó y se subió a la mesa a bailar ese perreo que habían impuesto los empleados de mi papá. Bailaba escandalosamente mientras las otras bebían. Se fue quitando el vestido hasta quedar desnuda. Los gritos y las palabras obscenas llenaron la oficina.

Una de las que bebían se trepó a bailarle a mi papá. La otra, que no pasaba de los quince años, hizo lo mismo en mí, mientras me susurraba:

·         Tu papá me dijo que no tienes novia ni has tenido -me besó-.

Todo eso era grandioso para mí, mi papá hasta ese momento me había metido de bruces al mundo del licor, del sexo, de las drogas y yo no había puesto resistencia alguna.

Esa noche todo terminó en cada una de las habitaciones. Los empleados habían hecho lo propio en la oficina. Ahí no había parado todo. Con el paso del tiempo drogarme era tan necesario como religioso hacerlo junto con mi papá. Línea iba, línea venía. Al cabo de un año la adicción fue tan fuerte que la cerrajería había quebrado y la casa la había hipotecado por unos cuantos millones de pesos. Todo eso para mí era normal, yo era parte de esa confabulación para acceder a la droga.


Y acá acabó todo socio, este puente (San Judas) ha sido todo para mi papá y yo desde hace dos años, hemos visto matar gente, secuestrar, nos ha tocado salir a robar juntos para poder drogarnos. Ya no hay salida. Acá vamos a morir (risas diabólicas).
·         Abríte... Abríte de acá pirobo que te voy a matar… -me acaba de estallar una pepa-.

Desde las calles
(Puente San Judas),
GG

Cementerio de perros

  No hay hora exacta, ni preferida. En las mañanas, en las noches, no importa. La pala entra con fuerza en la tierra húmeda y pastosa. Hay q...